Fe, llanto, dolor real y drones se mezclan en viacrucis de Iztapalapa

Jesús se desplomó este Viernes Santo en la cruz al pie del Cerro de la Estrella. El golpe seco de su cuerpo fue acompañado por un silencio denso, mientras decenas de drones zumbaron en el cielo azul, impecable, como moscas metálicas sobrevolando la escena sagrada.

Así transcurrió el clímax de la 182 representación de la Pasión de Cristo, y el contraste no podía ser más revelador: bajo un sol ardiente y 28 grados Celsius, una multitud de un millón 400 mil asistentes –con saldo blanco– presenció una Je-rusalén del siglo XXI, donde el dolor se transmitía en tiempo real y desde todos los ángulos.

Un despliegue de más de 3 mil 350 elementos de seguridad pública resguardó la integridad de los asistentes, en una jornada para la cual también se movilizaron servicios de emergencia: 600 personas recibieron atención médica y se reportó un incidente con un caballo, que cayó durante el recorrido.

Los drones giraban nerviosos, buscando la toma más cruda, la más viralizable. Los periodistas, apostados en lugares estratégicos, se miraban con tensión: no sólo estaba en juego la cobertura de uno de los actos religiosos más grandes del país, también peligraban sus herramientas de trabajo.

Si se caen, ya ni qué cubrir, murmuró uno de ellos. Para la prensa era un viacrucis moderno, con cámaras por cruces y señal de wifi como salvación.

Lejos de esa cumbre, en las entrañas del barrio, la vida seguía con otra fe. Unos niños corrían entre piedras y palmas secas, pateando un balón improvisado. El gol se celebraba con la misma intensidad con la que se ovacionaba a Jesús en su caída.

En Iztapalapa, la devoción se desbordó por todas las calles y tomó formas múltiples: unas religiosas, otras sencillamente humanas.

Desde las 10 de la mañana, cuando Jesús fue encerrado en el calabozo del barrio La Asunción –conocido como El Huerto–, las calles comenzaron a transformarse.

En las fachadas colgaban fotografías ampliadas de años pasados: niños disfrazados de nazarenos, cargando pequeñas cruces o acariciando corderitos. Una galería al aire libre tejida con recuerdos, donde cada imagen decía: Aquí seguimos, año con año.

Entre la multitud emergieron los rostros centrales de este ritual comunitario. José Julio Olivares Martínez, de 27 años, y Tabata Michel Rosas Frías, de 19, interpretaron a Jesús y María.

Días antes, dijeron a La Jornada: Aquí no se actúa con escuela, se actúa con el corazón y los pies descalzos sobre el asfalto.

Rosas Frías recordó que, al escuchar los llantos de una mujer, comprendió que la Virgen no era un personaje, sino una emoción compartida, viva.

La puesta en escena fue monumental: 136 actores con parlamento, más de 250 extras, 3 mil nazarenos y 170 músicos entre clarines, bandas y fanfarrias. Casi 4 mil personas en el escenario urbano para, en una sola voz, año tras año, repetir un guion que aún conmueve y estremece.

La línea entre la ficción y la realidad se desdibujó con cada paso. Los paramédicos recorrían el lugar sin descanso. Las llagas más comunes aparecían en los pies descalzos de los actores, heridos por el pavimento ardiente. Entre la sangre falsa y las vendas reales, el dolor se volvía palpable, aunque simbólico.

El fervor espiritual se manifestó en plegarias… y en ventas. Las autoridades estimaron una derrama superior a 220 millones de pesos, generada por la venta de comida, artesanías y objetos religiosos.

Ollas de barro, cruces, figuras de Cristo y animales de arcilla se ofrecían entre 50 y 250 pesos. La fe, además de intangible, podía llevarse en la bolsa.

La comida, como cada año, tuvo papel protagónico. Patricia González, originaria de Ixtapaluca, ofrecía acociles y chitos –carne de burro cocida al estilo tradicional– por 40 pesos la porción. A su lado, el señor Guadalupe Menor vendía atún horneado a 280 el kilo, mientras Miguel Sandoval distribuía chapulines crujientes, habas tostadas y cacahuates. Sabores antiguos que dialogaron con una tradición aún más antigua.

No todo fue solemnidad. Algunos jóvenes lograron burlar la ley seca con bebidas camufladas entre mochi-las o termos. Otros buscaban sombra bajo lonas y puestos, testigos relajados de un encuentro que, aunque repetido, nunca es el mismo.

En la cima del cerro, donde el calor caía a plomo, la escena final conmovió incluso a los escépticos. El cuerpo del Cristo cayó sin aspavientos. Algunos espectadores lloraron. Otros se persignaron en silencio. Una mujer gritó: Esto no es teatro, esto es fe. Y tenía razón: no hay director ni actor que dicte ese estremecimiento compartido.

Aunque Iztapalapa es el corazón de esta representación, en la mayoría de las alcaldías capitalinas se representa el viacrucis: en Coyoacán, frente a la parroquia de San Juan Bautista; en Santiago Zapotitlán, Tláhuac; en Santa Cruz Alcalpixca, Xochimilco; en Santa Bárbara, Azcapotzalco,y en la Basílica de Guadalupe, Gustavo A. Madero. Pero ninguna con la escala emocional, escénica y logística de Iztapalapa.

Sí, comí carne. Lo olvidé. Pero no me siento menos parte de esto, confesó Paulina Uribe, visitante de Querétaro.

Esta representación es más que una vigilia, es un acto de comunidad. Un ritual colectivo que nos recuerda que aún creemos en algo.

Al caer la tarde, el cielo comenzó a enrojecer. El zumbido de los drones se apagó lentamente. Los nazarenos regresaron a casa con los pies hinchados, pero el alma ligera. Iztapalapa volvía, poco a poco, a su ritmo cotidiano. Pero en sus calles quedaron las huellas de un fervor que no se apaga: teatro sin telón, cocina humeante, fe callejera. Una Jerusalén mexicana que, cada año, renueva su pacto con la historia.